Hay algo profundamente entrañable en encender la radio: un instante cotidiano que conecta voces, historias, emociones. En México, ese acto sencillo ha tejido durante décadas una red invisible que abraza al país entero. Desde los rincones más apartados de la sierra hasta las avenidas ruidosas de la ciudad, la radio no solo informa: acompaña, consuela, moviliza y resuena.
Cuando decimos que la radio en México tiene peso, no hablamos de volumen o potencia técnica. Hablamos de ese peso específico que solo lo verdaderamente esencial tiene. La radio no necesita ver para ser vista, ni tocar para ser sentida. Vive entre frecuencias, pero sobre todo, vive en la memoria colectiva.
Estamos, sí, emocionados. No solo en el sentido de entusiasmo, sino también en el sentido más literal: la radio sigue siendo emoción en estado puro. Es la voz que despierta al alba, la risa que alivia el tráfico, la canción que marca un recuerdo, el debate que enciende la mente. No hay experiencia más directa, más viva, más humana.
Y aunque muchas veces se le da por superada, ahí sigue. Firme. Ágil. Cambiante. Porque la radio en México no solo narra la historia: la construye. Y cada locutor, cada productor, cada emisora—es un eco de lo que somos y de lo que aspiramos ser.
Volveremos a esta idea más adelante. Por ahora, basta decir que pocas cosas poseen la dulce certeza de una voz al aire. Y en esa voz, México encuentra todavía—y por fortuna—una forma de escucharse a sí mismo.
